Irvin Ibarra vive en las montañas de Ciudad Bolívar, una localidad al sur de Bogotá marcada por profundas brechas sociales. Cambió la vida en su natal Venezuela por la de este rincón de Colombia donde lo urbano y lo rural se entrelazan. Allí habitan más de 700.000 personas, la mayoría de ellas en situación de vulnerabilidad, que llegan a sus hogares serpenteando una calle angosta que se abre cuesta arriba, o a través de un teleférico que entró en funcionamiento hace apenas unos años.
En su casa, ubicada a 2.800 metros sobre el nivel del mar, el día de Irvin empieza antes de que salga el sol. A las 4 de la mañana, en compañía de su gata, se levanta, le prepara una arepa a su nieta y le ayuda a alistarse para ir al colegio. A las 5:20 la despide con un beso y empieza su vida como líder comunitaria.
Esta venezolana de 59 años llegó hace 10 a Colombia en busca de nuevas oportunidades para ella y su familia. Con el tiempo, no obstante, fue ella quien terminó abriendo las puertas a un mundo de posibilidades para decenas de niños, niñas y adolescentes, cuyas vidas ha transformado a través de la danza.
Empezar no fue fácil. Debido a la escasez de alimento en su país y luego de perder su trabajo en el Zulia, decidió migrar. Eligió Colombia porque era la tierra de su esposo. Él llegó primero. Como la mayoría de migrantes de Venezuela, al principio se establecieron al norte del país. Se radicó en Valledupar, una ciudad intermedia del Caribe colombiano, famosa por su Festival Vallenato.
Allí, Irvin se rebuscó la vida en las calles. Una amiga le prestó dos termos que ella llenaba de café para luego venderlo. “Yo siempre tuve un empleo en mi país”, asegura. “Fui docente en un colegio y entrenadora de fútbol. Trabajé en una empresa de ventas de joyería por catálogo, y tenía a mi cargo un grupo de vendedoras. No fue fácil llegar y tener que trabajar en la calle. Pero lo hice porque necesitaba ganar dinero para sostenerme y enviarle a mis hijos. En ese momento dos de ellos estaban estudiando, uno ingeniería y el otro, en la Guardia Nacional.”
Con el tiempo logró conseguir trabajo en un colegio como profesora de educación física. Sin embargo, la falta de documentación apropiada (no tenía sus títulos homologados) la obligó a aceptar un empleo por un salario inferior al que recibían otras de sus colegas. Pero esto no la desmotivó. Para ella, la prioridad era mantener viva su vocación por enseñar: “Allá logré montar varios equipos de fútbol: de niños pequeñitos, de infantil, de juvenil y hasta de adultos. Dejé esa semilla allá”, recuerda con orgullo.
Madre de tres hijos (de 21, 27 y 32 años) y abuela de una joven de 14, a quien también llama hija, poco a poco logró reunir a su familia en Colombia. Una vez en el país, el mayor de ellos se mudó a Bogotá en busca de otras oportunidades. Cuando comenzó a estabilizarse, llevó al resto de la familia a la capital. Así fue como Irvin llegó al barrio donde vive hace más de cinco años.
Un día, mientras su nieta Scarlet y su hijo Riquervin ensayaban bailes de TikTok con otras niñas del barrio, su hijo le preguntó: “Mami, a ti, que tanto te gusta el baile y siempre te ha gustado apoyar a los niños, ¿por qué no montas un grupo de baile?”. Ella respondió sin dudar: “Sí, vamos a montarlo”. Así empezó The Royal Family, una escuela de danza local, reconocida por todos en su comunidad, que hace cuatro años impacta positivamente la vida de 55 adolescentes, niños y niñas.
Lo que empezó con un pequeño grupo de tres jóvenes que bailaba frente a su casa en una calle sin pavimento, rápidamente congregó a diez. “Un día nos salió un festival. Decidí participar y cumplí los requisitos. ¡Y ganamos! Me acuerdo que el premio fue $750.000 pesos colombianos (unos 200 dólares). Con eso compramos la tela para hacerles unos uniformes.”
Más de la mitad de sus estudiantes son migrantes, y la tercera parte llegó con sus familias a Ciudad Bolívar escapando de la violencia de otros lugares del país. Todas las tardes, al son de ritmos urbanos, merengue, salsa choque y champeta, Irvin reúne al grupo. Les ofrecerle, sin ningún costo, un espacio de sano esparcimiento e integración, que se ha convertido en un orgullo para sus familias.
Al principio ensayaban frente a la casa, en la calle, sobre el piso de arena. Pero al poco tiempo, “la profe” logró conseguir un salón prestado en el Centro Juan Bosco Obrero (un centro de formación técnica local). El nuevo espacio les permite llevar a cabo las clases con privacidad, en condiciones dignas y sin preocuparse por la lluvia.
Después de cada clase, los niños, niñas y jóvenes asisten a un comedor comunitario para cenar. Luego, alrededor de las 8:00 de la noche, la profesora acompaña a varios de los jóvenes hasta sus casas, para asegurarse de que lleguen bien. Quienes la ven caminar por las calles dicen que es como una mamá gallina con sus pollitos.
“Mis estudiantes tienen otro mundo acá. Este es un espacio muy diferente al que tienen afuera”, señala Irvin. No importa si en casa no hay comida, falta el trabajo o hay problemas de convivencia; durante cada ensayo, en cada coreografía, estas personas jóvenes cultivan la esperanza, dejan atrás los problemas, se divierten y descubren su talento.
Existen estudiantes que llegan a las clases de Irvin con conflictos personales y cargando el peso de procesos migratorios forzados, difíciles y dolorosos, pero poco a poco van sanando. Como una segunda mamá, Irvin se preocupa por enseñarles respeto, principios, valores y la importancia de la constancia.
“Ellos saben que si les digo algo es por su bien. Les hablo. Y ellos saben que de verdad hay una persona que los quiere. Yo no me he querido ir para Chile por ellos. Mis hijos, que ahora están allá, han querido llevarme, pero yo me quedo por los niños. Me quedo acá porque creo en el talento que hay en ellos”.
Irvin sueña con que sus estudiantes puedan dar a conocer ese talento y representar a Colombia en otros países. “Yo no soy de aquí, yo soy venezolana, pero me siento orgullosa de ser y de ayudar a que esto suceda”.
Desde hace un año, Irvin amplió su trabajo más allá del salón de ensayo. Se sumó al comité comunitario de un proyecto impulsado por la OIM y otras agencias de Naciones Unidas, donde, junto a lideresas y líderes empezó a imaginar cómo mejorar la vida en Ciudad Bolívar desde adentro.
Junto con la Alcaldía de Bogotá, ayudó a trazar un plan que incluye brigadas de salud, acciones para mejorar la recolección de basuras, el cuidado de los espacios comunes y el fortalecimiento de pequeños emprendimientos locales. También surgieron ideas para compartir saberes –como un intercambio culinario– y para seguir haciendo del arte un motor de cambio. Para Irvin, todo hace parte de lo mismo: cuidar el barrio, abrir oportunidades y no soltarles la mano a quienes crecen a su lado.
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Las semillas que Irvin está sembrando ayudan forjar un futuro luminoso para estas niñas y niños cuya realidad ha estado marcada por la violencia, el desarraigo y la desigualdad. Bajo el liderazgo de esta venezolana de espíritu vibrante y maternal, el arte funciona como un ancla cotidiana, un espacio de comunidad, y una promesa para la construcción de un futuro mejor.
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Por: Adriana Correa Mazuera,
Oficial de Comunicaciones
OIM en Colombia

