Ana Corina Sosa, hija de María Corina Machado, recibió en Oslo el Premio Nobel de la Paz 2025, en nombre de su madre. Según informó el Instituto Noruego del Nobel, quien a su vez comunicó que María Corina Machado si llegará a Oslo, pero que no alcanzó a asistir a la ceremonia.
Este miércoles 10 de diciembre se realizó la ceremonia de la entrega del Premio Nobel de la Paz 2025 en Oslo, a la cual por motivos de seguridad y diferentes factores, no alcanzó a tener la presencia de la ganadora. En su nombre, su hija, Ana Corina Sosa Machado, recibió el premio y en un discurso expresó las palabras que su madre escribió para las personalidades asistentes y el mundo, incluyendo a los venezolanos, sus compatriotas que han tenido que salir de su país.
El pasado 10 de octubre, el Premio Nobel de la Paz 2025 fue otorgado a María Corina Machado, la política más representativa de la oposición venezolana, por su labor a favor de los derechos democráticos del pueblo venezolano.
“El Comité Noruego del Nobel ha decidido conceder el Premio Nobel de la Paz 2025 a María Corina Machado, por su incansable labor en la promoción de los derechos democráticos del pueblo de Venezuela y por su lucha para lograr una transición justa y pacífica de la dictadura a la democracia”, dice el comunicado oficial.
El comunicado oficial define a Machado como “uno de los ejemplos más extraordinarios de valor civil en América Latina en los últimos tiempos” y “una figura clave y unificadora en una oposición política que alguna vez estuvo profundamente dividida”.
Además, el texto denuncia la deriva de Venezuela hacia “un Estado autoritario y brutal que ahora sufre una crisis humanitaria y económica”, con “la oposición sistemáticamente reprimida mediante el fraude electoral, los procesos judiciales y el encarcelamiento”, la mayoría de la población viviendo en la pobreza extrema y casi ocho millones de personas que han abandonado el país.
Para el Comité Nobel de la Paz, “cuando los autoritarios toman el poder, es crucial reconocer a los valientes defensores de la libertad que se levantan y resisten”.
“María Corina Machado cumple con los tres criterios establecidos en el testamento de Alfred Nobel para la selección de un laureado con el Premio de la Paz. Ha unido a la oposición de su país. Nunca ha vacilado en resistir la militarización de la sociedad venezolana. Ha mantenido su firme apoyo a una transición pacífica hacia la democracia”, destaca el comunicado.
Discurso del Presidente del Comité Noruego del Nobel Jørgen Watne Frydnes
Sus Majestades,
Sus Altezas Reales,
Señora Machado, Premio Nobel de la Paz,
Excelencias,
Distinguidos invitados,
Señoras y señores.
Samantha Sofía Hernández, una adolescente de 16 años, el mes pasado fue brutalmente secuestrada por hombres enmascarados de las fuerzas de seguridad del régimen de Maduro. La sacaron de la casa de sus abuelos. No sabemos dónde se encuentra actualmente, probablemente en uno de los centros de internamiento de la dictadura. Puede que esté con su padre, quien en enero desapareció sin dejar rastro.
¿Cuál fue su pecado?
Su hermano era soldado, pero se negó a seguir las órdenes del régimen de cometer actos brutales contra la población.
Por ese delito, toda la familia debe ser castigada.
A Juan Requesens se le ordena girarse lentamente hacia la cámara. Las imágenes lo muestran de pie, en ropa interior, cubierto de heces y con la mirada perdida y confusa. Supuestamente había confesado haber planeado un golpe de Estado.
Pero, por supuesto, no había pruebas. El día antes de ser detenido, Juan compareció ante la Asamblea Nacional. Dio un discurso en el que repetía una frase clave; una promesa a su país y a sí mismo: «Yo me niego a rendirme.»
Alfredo Díaz, líder opositor y exalcalde, fue sacado de un autobús el pasado mes de noviembre y arrojado a las profundidades de El Helicoide, la mayor cámara de tortura de América Latina. Un preso político más, en una larga lista. Esta semana se ha conocido la noticia de su muerte. Otra vida perdida. Otra víctima del régimen.
Estas historias no son únicas. Esta es Venezuela de hoy. Es como el régimen venezolano trata a sus propios ciudadanos. A una hermana. A un estudiante. A un político. Cualquiera que aún crea en decir la verdad en voz alta puede desaparecer violentamente en un sistema creado específicamente para erradicar esa creencia.
Samantha, Juan y Alfredo no eran extremistas. Eran venezolanos comunes y corrientes que soñaban con libertad, democracia y derechos.
Por ello, les arrebataron la vida.
Este régimen ni siquiera perdona a sus niños. Más de 200 menores fueron detenidos tras las elecciones de 2024. Las Naciones Unidas documentaron lo que sufrieron de la siguiente manera:
Bolsas de plástico apretadas sobre sus cabezas.
Descargas eléctricas en los genitales.
Golpes al cuerpo tan brutales que les dolía respirar.
Violencia sexualizada.
Celdas tan frías que provocan intensos temblores.
Agua potable contaminada, llena de insectos.
Gritos a que nadie acudió para poner fin.
Un niño yacía en la oscuridad susurrando el nombre de su madre, una y otra vez, con la esperanza de que ella no creyera que estaba muerto.
Un joven de 16 años finalmente regresó a casa, tan devastado por las descargas eléctricas y los golpes que no podía abrazar a su madre sin sentir un dolor agudo en todo el cuerpo. Durante meses, se asustaba con cada ruido y apenas dormía. Por la noche se despertaba sobresaltado, convencido de que los soldados habían regresado para reanudar sus ataques.
Mientras estamos aquí sentados en el Ayuntamiento de Oslo, hay personas inocentes encerradas en celdas oscuras en Venezuela. No pueden oír los discursos de hoy, solo los gritos de los presos que están siendo torturados.
Así es como los poderes autoritarios intentan aplastar a quienes se alzan en defensa de la democracia. Las Naciones Unidas han declarado que estos actos constituyen crímenes de lesa humanidad.
Este es el régimen de Nicolás Maduro.
Venezuela se ha convertido en un Estado brutal y autoritario sumido en una profunda crisis humanitaria y económica. Mientras tanto, una pequeña élite en la cúspide, protegida por el poder, las armas y la impunidad, se enriquece.
A la sombra de esta crisis, miles de mujeres y niños se ven empujados hacia la prostitución y la trata de personas. Las hijas simplemente desaparecen. Los niños se convierten en objetos de comercio en manos de delincuentes que ven la desesperación humana como una oportunidad de negocio.
Una cuarta parte de la población ya ha huido del país, lo que supone una de las mayores crisis de refugiados del mundo.
Quienes se quedan viven bajo un régimen que silencia, acosa y ataca sistemáticamente a la oposición.
Venezuela no está sola en esta oscuridad. El mundo va por mal camino. Los regímenes autoritarios están ganando terreno.
Tenemos que plantearnos la incómoda pregunta:
¿Por qué nos resulta tan difícil preservar la democracia, una forma de gobierno concebida para proteger nuestra libertad y nuestra paz?
Cuando la democracia pierde, el resultado es más conflicto, más violencia, más guerra.
En 2024 se celebraron más elecciones que en ningún otro año anterior, pero cada vez menos son libres y justas. El poder de la ley se usa de forma indebida. Se silencia a los medios libres. Los críticos son encarcelados.
Cada vez más países, incluso aquellos con una larga tradición democrática, están derivando hacia el autoritarismo y el militarismo.
Los regímenes autoritarios aprenden unos de otros. Comparten tecnologías y sistemas de propaganda. Detrás de Maduro están Cuba, Rusia, Irán, China y Hezbolá, que proporcionan armas, sistemas de vigilancia y vías de supervivencia económica. Hacen que el régimen sea más robusto y más brutal.
Y, sin embargo, en medio de esta oscuridad, hay venezolanos que se han negado a rendirse. Los que mantienen viva la llama de la democracia. Que nunca ceden, pese al enorme coste personal. Ellos nos recuerdan constantemente lo que está en juego.
Muchos de ellos están hoy aquí con nosotros:
El presidente electo de Venezuela, Edmundo González Urrutia.
Carlos, el poeta.
Claudia, la activista.
Pedro, el catedrático universitario.
Ana Luisa, la enfermera. Corina, la abuela.
Antonio, el político de oposición.
María Corina, la ganadora del premio Nobel de la Paz.
En el núcleo de la lucha por la democracia brilla una simple verdad: la democracia es más que una forma de gobierno. Es también la base para una paz duradera.
Millones de venezolanos lo saben.
Año tras año, estudiantes, sindicatos, periodistas, organizaciones empresariales y ciudadanos de a pie se han movilizado en oleadas de resistencia.
Han llenado las calles en señal de protesta. Cuando les arrebataron sus votos, hicieron sonar cacerolas. Cuando la vigilancia estatal se vuelve ineludible, susurran.
Personas de todo el espectro político – desde comunistas hasta conservadores – se han alzado para desafiar al régimen. La oposición ha probado una estrategia tras otra.
A lo largo de todo esto han dicho: No luchamos por venganza, sino por justicia.
Por la inviolabilidad de las urnas. Por la democracia. Por la paz.
Pero les responden que esas cosas son imposibles. Que fracasarán.
Y cuando los venezolanos pidieron al mundo que prestara atención, les dimos la espalda.
Mientras perdían sus derechos, su alimento, su salud y su seguridad – y, finalmente, su propio futuro – gran parte del mundo se aferró a sus viejas narrativas. Algunos insistían en que Venezuela era una sociedad igualitaria ideal. Otros solo querían ver en ella una lucha contra el imperialismo. Otros más optaron por interpretar la realidad venezolana como una competencia entre superpotencias, pasando por alto el valor de quienes buscan la libertad en su propio país. Todos estos observadores tienen algo en común: la traición moral a quienes de hecho viven bajo este régimen brutal.
Si solo apoyas a quienes comparten tus opiniones políticas, no has entendido ni la libertad ni la democracia. Sin embargo, muchos críticos se quedan ahí. Ven que las fuerzas democráticas locales cooperan, por necesidad, con actores que les desagradan y utilizan eso como justificación para negarles su apoyo. Así anteponen las convicciones ideológicas a la solidaridad humana.
¿Cómo debemos considerar a aquellos que dedican toda su energía en buscar defectos en las difíciles decisiones que han debido tomar los valientes defensores de la democracia, en lugar de reconocer su valentía y su sacrificio, o de preguntarse cómo podemos también nosotros contribuir a la lucha contra la dictadura?
Es fácil aferrarse a los principios cuando lo que está en juego es la libertad de otros. Pero ningún movimiento democrático actúa en circunstancias ideales. Los líderes activistas deben enfrontar y resolver dilemas que quienes observamos desde fuera podemos permitirnos ignorar. Quienes viven bajo una dictadura a menudo tienen que elegir entre lo difícil y lo imposible. Sin embargo, muchos de nosotros – desde una distancia segura – esperamos que los líderes democráticos de Venezuela persigan sus objetivos con una pureza moral que sus adversarios jamás muestran. Esto no es realista. Es injusto. Y revela una ignorancia de la historia.
Muchos de los que se han subido a este estrado para recibir el Premio Nobel de la Paz, entre ellos Lech Walesa y Nelson Mandela, conocían bien los dilemas del diálogo.
En los sistemas autoritarios, el diálogo puede conducir a mejoras, pero también puede ser una trampa. El diálogo se utiliza a menudo para ganar tiempo, generar división y controlar la agenda. María Corina Machado ha participado en procesos de diálogo por años. Nunca ha rechazado el principio de hablar con la otra parte, pero sí ha rechazado los procesos vacíos.
La paz sin justicia no es paz.
El diálogo sin verdad no es reconciliación.
El futuro de Venezuela puede tomar muchas formas. Pero el presente es uno solo, y es horroroso.
Por eso la oposición democrática en Venezuela debe contar con nuestro apoyo, no con nuestra indiferencia o, peor aún, con nuestra condena. Cada día, sus dirigentes deben elegir un camino que realmente esté a su alcance, no el camino de las ilusiones.
Apoyar el desarrollo democrático es apoyar la paz.
Pero desde el anuncio del Premio Nobel de la Paz de este año, se ha planteado la cuestión: ¿La democracia realmente conduce a la paz?
Los resultados de la investigación son contundentes, y la respuesta es afirmativa. No porque la democracia sea perfecta, sino porque sus propios mecanismos hacen que la guerra sea menos probable.
Las democracias cuentan con válvulas de seguridad: medios de comunicación libres, estructuras de reparto del poder, tribunales independientes, organizaciones de la sociedad civil y elecciones que permiten cambiar de liderazgo sin recurrir a la violencia. En este entorno político, las opiniones divergentes no son una amenaza que deba ser sofocada, sino una ventaja.
En una democracia, un líder que ignora los hechos puede ser sustituido en las próximas elecciones. En un régimen autoritario, el líder se mantiene en el poder y reemplaza a todos aquellos que dicen verdades incómodas. La lealtad pasa a ocupar el lugar de la realidad y se toman decisiones peligrosas en la oscuridad. La guerra siempre tiene un alto costo, pero en los regímenes autoritarios no son los líderes quienes pagan el precio más alto. Por eso las democracias casi nunca van a la guerra entre sí, a diferencia de lo que ocurre con más frecuencia con los Estados autoritarios.
El mandato de Nicolás Maduro en Venezuela demuestra por qué. Los conflictos se resuelven por la fuerza bruta y no mediante la negociación. El resultado es una sociedad en la que millones de personas se ven obligadas a guardar silencio, con consecuencias que no se detienen en la frontera. La inestabilidad, la violencia y la destrucción sistemática de las instituciones del país han afectado a toda la región, y un país vecino ha sido amenazado con una invasión militar. Venezuela demuestra – con dolorosa claridad – que el autoritarismo no solo destruye la sociedad desde dentro, sino que también propaga la inestabilidad más allá de sus fronteras.
La democracia no es, obviamente, una garantía de paz, pero es el sistema más eficaz del que disponemos para prevenir la violencia y el conflicto.
Este razonamiento suele suscitar un contraargumento bien conocido: que la democracia en sí genera disturbios y conflictos, que reclamar la libertad es peligroso. Se trata de una afirmación antigua. Los líderes autoritarios la han utilizado durante generaciones para justificar su permanencia en el poder. Hoy, además, refuerzan ese argumento con desinformación y propaganda, dos de sus armas esenciales.
Señoras y señores:
Como ciudadanos en una democracia tenemos el deber de ser críticos con nuestras fuentes de información. Deben saltar las alarmas cuando las opiniones que expresamos sean idénticas a las difundidas por uno de los sistemas de desinformación más manipuladores del mundo. Porque, en ese caso, no solo estamos difundiendo información, sino la propaganda estratégica de un dictador.
¿Qué hemos de pensar cuando leemos que es la oposición venezolana la que amenaza al país con la guerra, que el movimiento democrático es quien desea una invasión? ¿Cuando se invierte por completo el relato y las víctimas son tildadas de agresores? Esta es la versión de la realidad que el régimen de Maduro ofrece al mundo: que su régimen es el garante de la paz. Pero una paz basada en el miedo, el silencio y la tortura no es paz; es sumisión presentada como estabilidad.
No, el origen de la violencia no son los activistas democráticos. Proviene de quienes están en la cúspide del poder y se niegan a cederlo. No fue Nelson Mandela quien hizo violenta a Sudáfrica, sino la represión del régimen del apartheid contra las demandas de igualdad. No fueron los grupos de oposición quienes iniciaron las encarcelaciones en Bielorrusia, las ejecuciones en Irán – o la persecución en Venezuela. La violencia emana de los regímenes autoritarios cuando arremeten contra las demandas populares de cambio.
La paz y la democracia no pueden separarse sin que ambas pierdan su significado. La paz duradera requiere un Estado de derecho, la participación política y el respeto por la dignidad humana.
Antes de poder debatir nuestras discrepancias políticas, debemos establecer algún tipo de democracia. Sin ella, no hay una distinción significativa entre derecha e izquierda, no existe una forma legítima de discrepar, ni una auténtica vida política.
La democracia no es un lujo prescindible.
No es un adorno que se coloca en una estantería.
La democracia es trabajo arduo.
Es acción y negociación.
Es una obligación viva.
Los instrumentos de la democracia son los instrumentos de la paz.
Nos reunimos hoy, por lo tanto, para defender algo mucho más importante que cualquiera de los dos lados de una división política o ideológica. Nos reunimos para defender a la propia democracia, el fundamento mismo sobre el que descansa una paz duradera.
Cuando la gente se niega a renunciar a la democracia, también se niega a renunciar a la paz. Quien entiende profundamente esta verdad es María Corina Machado.
Como fundadora de Súmate, una organización dedicada a construir democracia, María Corina Machado dio un paso al frente para defender elecciones libres y justas hace ya más de dos décadas. Como ella misma lo expresó: “Fue una elección de votos sobre balas”.
A través de sus responsabilidades políticas y de su labor en diversas organizaciones, ha alzado la voz en favor de la independencia judicial, los derechos humanos y la representación popular. Ella ha dedicado años de trabajo a la libertad del pueblo venezolano.
Las elecciones presidenciales de 2024 fueron un factor decisivo en la elección de la galardonada con el Premio de la Paz de este año. María Corina Machado fue la candidata presidencial de la oposición y la voz unificadora de la esperanza en el país. Cuando el régimen bloqueó su candidatura, el movimiento podría haberse derrumbado, pero ella brindó su apoyo a Edmundo González Urrutia y la oposición se mantuvo unida.
La oposición logró encontrar un terreno común en la exigencia de elecciones libres y de un gobierno representativo. Este es el fundamento mismo de la democracia: nuestra disposición compartida a defender los principios del gobierno del pueblo, incluso cuando discrepamos en las políticas. En un momento en que la democracia está bajo amenaza en todo el mundo, es más importante que nunca defender este terreno común.
Cientos de miles de voluntarios se movilizaron por encima de las divisiones políticas. Fueron formados como observadores electorales y utilizaron la tecnología de nuevas maneras para documentar cada etapa del proceso electoral. Hasta un millón de personas vigilaron los centros de votación en todo el país. Subieron las actas de escrutinio, fotografiaron las actas y aseguraron copias antes de que el régimen pudiera destruirlas. Defendieron esa documentación con sus propias vidas y luego se aseguraron de que el mundo conociera los resultados de la elección.
Fue una movilización de base sin precedentes en Venezuela y, probablemente, en el mundo entero. Ciudadanos y ciudadanas de a pie, de todos los ámbitos de la vida, llevaron a cabo un trabajo sistemático y de alta tecnología de documentación en un clima de amenazas, vigilancia y violencia.
Los esfuerzos de este movimiento democrático, tanto antes como después de las elecciones, fueron innovadores y valientes, pacíficos y profundamente democráticos.
La oposición obtuvo apoyo internacional cuando sus dirigentes hicieron públicos los resultados del escrutinio recogidos en los distintos distritos electorales del país, que demostraban que la oposición había ganado por un margen claro.
Pero el régimen lo negó todo. Falsificó los resultados electorales y se aferró al poder, recurriendo a la violencia.
Durante el último año, la señora Machado se ha visto obligada a vivir en la clandestinidad.
Pese a las graves amenazas, ha permanecido en el país, siendo una fuente de inspiración para millones de personas.
Recibe el Premio Nobel de la Paz de 2025 por su incansable labor en la promoción de los derechos democráticos del pueblo de Venezuela y por su lucha para lograr una transición pacífica y justa de la dictadura a la democracia.
Durante mucho, mucho tiempo, la oposición en Venezuela ha recurrido a todas las herramientas de la democracia para sostener su campaña civil pacífica. A lo largo de los años, la señora Machado y sus aliados se han visto obligados a adaptarse y cambiar de tácticas. Han utilizado casi todos los instrumentos democráticos: desde el boicot electoral cuando el sistema estaba demasiado corrompido, hasta la participación cuando pequeños resquicios en el proceso lo permitían. Han intentado el diálogo, la organización, la movilización y una extensa labor de documentación electoral.
La señora Machado ha solicitado atención, apoyo y presión internacionales, no una invasión de Venezuela.
Ha exhortado a la población a defender sus derechos por medios pacíficos y democráticos.
Las investigaciones sobre la paz lo demuestran claramente: la movilización no violenta a gran escala figura entre los métodos más eficaces para lograr un cambio político en una dictadura. Cuando una población se moviliza, la comunidad internacional ejerce una fuerte presión y las fuerzas de seguridad se abstienen de utilizar la violencia contra la población, puede alcanzarse un punto de inflexión.
Como líder del movimiento democrático en Venezuela, María Corina Machado es uno de los ejemplos más extraordinarios de valentía civil en la historia reciente de América Latina.
El Premio Nobel de la Paz de este año cumple con los tres criterios establecidos en el testamento de Alfred Nobel.
En primer lugar, la oposición venezolana ha logrado unir movimientos políticos, organizaciones de la sociedad civil y ciudadanos comunes con un objetivo común: el restablecimiento de la democracia. Reunir a grupos diversos que anteriormente se oponían entre sí equivale, en la actualidad, a lo que Alfred Nobel denominó la celebración de congresos por la paz.
En segundo lugar, el movimiento democrático de Venezuela se ha opuesto a la militarización de la sociedad impulsada por el régimen. Dicho régimen ha armado a miles de grupos, ha autorizado a bandas paramilitares a cometer abusos y ha invitado a fuerzas militares extranjeras al país, acelerando así la militarización. Al documentar los abusos y exigir rendición de cuentas, la oposición busca fortalecer la autoridad democrática civil y reducir la influencia de las armas. Esto priva a los criminales y a las milicias afines al régimen de su armamento y autonomía, cumpliendo así con el criterio de Nobel de promover la paz mediante el desarme.
En tercer lugar, la verdadera fraternidad o hermandad – la que Alfred Nobel imaginó – requiere de la democracia. Solo cuando las personas pueden elegir a sus líderes y expresarse sin temor puede arraigar la paz, ya sea dentro de una sociedad o entre países. La democracia constituye la forma más elevada de fraternidad y el camino más seguro hacia una paz duradera.
Por lo tanto, hoy, aquí, en esta sala – con toda la solemnidad que acompaña al Premio Nobel de la Paz y a esta ceremonia anual – diremos aquello que más temen los líderes autoritarios:
Su poder no es permanente.
Su violencia no prevalecerá sobre un pueblo que se levanta y resiste.
Señor Maduro:
Debe aceptar los resultados electorales y renunciar a su cargo.
Debe sentar las bases para una transición pacífica hacia la democracia.
Porque esa es la voluntad del pueblo venezolano.
María Corina Machado y la oposición venezolana han encendido una llama que ninguna tortura, ninguna mentira y ningún miedo podrán apagar.
Cuando se escriba la historia de nuestra época, no serán los nombres de los gobernantes autoritarios los que destaquen, sino los nombres de quienes se atrevieron a resistir.
Quienes se mantuvieron firmes frente al peligro.
Quienes siguieron adelante cuando otros se rindieron.
Carl von Ossietzky, Andréi Sájarov., Nelson Mandela.
A lo largo de su dilatada historia, el Comité Noruego del Nobel ha rendido homenaje a mujeres y hombres valientes que se han alzado contra la represión, que han llevado la esperanza de libertad a las celdas, a las calles y a las plazas públicas, y que con sus actos han demostrado que la resistencia puede cambiar el mundo.
Hoy le honramos a usted, María Corina Machado.
Rendimos también homenaje a todos quienes esperan en la oscuridad.
A todos quienes han sido detenidos y torturados, o han desaparecido.
A todos quienes siguen manteniendo la esperanza.
A todos aquellos en Caracas y en otras ciudades de Venezuela que se ven obligados a susurrar el lenguaje de la libertad.
Que nos escuchen ahora.
Que sepan que el mundo no les da la espalda.
Que la libertad se acerca.
Y que Venezuela volverá a ser un país pacífico y democrático. Que amanezca una nueva era.
Discurso de María Corina Machado, pronunciado por su hija Ana Corina Sosa
“Majestades, altezas reales, distinguidos miembros del Comité Noruego del Nobel, ciudadanos del mundo, mis queridos venezolanos:
He venido aquí para contaros una historia: la historia de un pueblo y su larga marcha hacia la libertad.
Esta marcha me trae aquí hoy como una voz entre millones de venezolanos que se levantaron, una vez más, para reclamar el destino que siempre fue suyo.
Venezuela nació de la audacia, moldeada por pueblos y culturas entrelazados. De España heredamos una lengua, una cultura y una fe que se fusionaron con raíces ancestrales indígenas y africanas.
En 1811, redactamos la primera constitución del mundo hispanohablante, una de las primeras constituciones republicanas del mundo, que afirmaba la idea radical de que todo ser humano posee una dignidad soberana. Esta constitución consagró la ciudadanía, los derechos individuales, la libertad religiosa y la separación de poderes.
Nuestros antepasados cargaron con la libertad. Cruzaron todo un continente, desde las orillas del Orinoco hasta las alturas del Potosí, para contribuir al surgimiento de sociedades de ciudadanos libres e iguales, convencidos de que la libertad nunca es plena si no se comparte.
Desde el principio, creímos en algo simple e inmenso: que todos los seres humanos nacen para ser libres. Esa convicción se convirtió en nuestra alma nacional.
En el siglo XX, la tierra se abrió: en 1922, el Reventón de La Rosa entró en erupción durante nueve días: una fuente de petróleo y de posibilidades.
En paz, convertimos esa riqueza repentina en un motor de conocimiento e imaginación.
Gracias al ingenio de nuestros científicos, erradicamos enfermedades. Construimos universidades de prestigio mundial, museos y salas de conciertos, y enviamos a miles de jóvenes venezolanos al extranjero mediante becas, confiando en que las mentes libres regresarían en forma de transformación. Nuestras ciudades brillaron con el arte cinético de Cruz-Diez y Soto.
Forjamos acero, aluminio y energía hidroeléctrica: prueba de que Venezuela podía construir cualquier cosa que se atreviera a imaginar.
Venezuela también se convirtió en refugio.
Abrimos nuestros brazos a migrantes y exiliados de todos los rincones de la tierra: españoles que huían de la guerra civil; italianos y portugueses que escapaban de la pobreza y la dictadura; judíos después del Holocausto; chilenos, argentinos y uruguayos que escapaban de regímenes militares; cubanos que escapaban del comunismo y familias de Colombia, Líbano y Siria que buscaban la paz.
Les dimos casas, escuelas, seguridad. Y se convirtieron en venezolanos.
Esto es Venezuela.
Construimos una democracia que se convirtió en la más estable de América Latina y la libertad se desplegó como una fuerza creativa.
Pero incluso la democracia más fuerte se debilita cuando sus ciudadanos olvidan que la libertad no es algo que esperamos, sino algo en lo que nos convertimos.
Es una elección personal y deliberada, y la suma de esas elecciones forma el ethos cívico que debe renovarse cada día.
La concentración de los ingresos petroleros en el Estado creó incentivos perversos: le dio al gobierno un inmenso poder sobre la sociedad que se convirtió en privilegio, clientelismo y corrupción.
Mi generación nació en una democracia vibrante y la dábamos por sentada. Asumíamos que la libertad era tan permanente como el aire que respirábamos. Apreciábamos nuestros derechos, pero olvidábamos nuestros deberes.
Fui criado por un padre cuyo trabajo de vida —construir, crear, servir— me enseñó que amar a este país significaba asumir la responsabilidad de su futuro.
Para cuando reconocimos la fragilidad de nuestras instituciones, un hombre que encabezó un golpe militar para derrocar la democracia fue elegido presidente. Muchos pensaron que el carisma podía sustituir al estado de derecho.
A partir de 1999, el régimen desmanteló nuestra democracia: violó la Constitución, falsificó nuestra historia, corrompió a los militares, purgó a los jueces independientes, censuró a la prensa, manipuló las elecciones, persiguió a la disidencia y devastó nuestra extraordinaria biodiversidad.
La riqueza petrolera no se utilizó para elevar, sino para atar.
Lavadoras y refrigeradores fueron entregados en la televisión nacional a familias que vivían en pisos de tierra, no como progreso sino como espectáculo.
Los apartamentos destinados a viviendas sociales fueron entregados a unos pocos seleccionados como recompensa condicional por su obediencia.
Y luego vino la ruina:
Corrupción obscena; saqueo histórico. Durante el régimen, Venezuela recibió más ingresos petroleros que en todo el siglo anterior. Y todo fue robado.
El dinero del petróleo se convirtió en una herramienta para comprar lealtad en el exterior, mientras que en el país los grupos criminales y terroristas internacionales se fusionaron con el Estado.
La economía se derrumbó en más del 80%.
La pobreza superó el 86%.
Nueve millones de venezolanos se vieron obligados a huir.
Éstas no son estadísticas; son heridas abiertas.
Mientras tanto, ocurrió algo más profundo y corrosivo. Fue un método deliberado:
Dividir a la sociedad por ideología, por raza, por origen, por estilos de vida; empujando a los venezolanos a desconfiar unos de otros, a silenciarse, a ver enemigos en los demás. Nos asfixiaron, nos hicieron prisioneros, nos asesinaron, nos obligaron al exilio.
Habían sido casi tres décadas de lucha contra una dictadura brutal.
Y lo habíamos intentado todo: diálogos traicionados, protestas de millones aplastadas, elecciones pervertidas.
La esperanza se desvaneció por completo, y la creencia en cualquier futuro se volvió imposible. La idea del cambio parecía ingenua o descabellada. Imposible.
Sin embargo, desde lo más profundo de esa desesperación, un paso que parecía modesto, casi procedimental, desató una fuerza que cambió el curso de nuestra historia.
Decidimos, contra todo pronóstico, convocar elecciones primarias. Un acto de rebelión improbable. Optamos por confiar en el pueblo.
Para reencontrarnos, viajamos por carretera y por caminos de tierra en un país con escasez de gasolina, apagones diarios y comunicaciones colapsadas.
Sin publicidad, sin dinero ni medios dispuestos a pronunciar nuestros nombres, la cruzamos armados sólo de convicción.
El boca a boca era nuestra red de esperanza, y se difundió más rápido que cualquier campaña. Porque nuestro deseo de libertad estaba muy vivo en nosotros.
La migración forzada, que pretendía fracturarnos, nos unió en torno a un propósito sagrado: reunir a nuestras familias en nuestra tierra. Los abuelos me confesaron su mayor temor: morir antes de conocer a sus nietos en el extranjero; las niñas, con la voz demasiado baja para tanto dolor, me rogaron que trajera de vuelta a sus madres y hermanos dispersos por continentes.
Nuestro dolor se fusionó en un solo latido: traer a nuestros hijos a casa, ahora.
En mayo de 2023, durante una manifestación en el pequeño pueblo de Nirgua, una maestra llamada Carmen se me acercó. Me contó que acababa de encontrarse con su Jefa de Calle: una agente del régimen asignada a la cuadra de Carmen que decide, casa por casa, quién recibe una bolsa de comida mensual y quién es castigado con hambre.
Impresionada al ver a esta mujer allí, Carmen le preguntó: “¿Por qué estás aquí?”
La Jefa de Calle respondió: «Mi único hijo, que huyó a Perú, me pidió que estuviera aquí hoy. Me dijo que si ganaba, regresaría a casa. Dígame qué tengo que hacer».
Ese día, el amor venció al miedo.
Dos semanas después, llegamos a Delicias, un pequeño pueblo absorbido por la guerrilla colombiana y el narcotráfico, donde ni siquiera se puede vender un pollo sin permiso de un criminal. Ningún candidato había ido allí desde 1978.
Mientras subíamos la montaña, vi banderas venezolanas ondeando en cada humilde hogar. Pregunté ingenuamente si era un día festivo nacional. Alguien susurró: «No. Aquí la bandera permanece oculta. Sacarla es peligroso. Hoy la izaron para agradecerles por atreverse a venir. Ustedes se irán… pero nosotros seguiremos identificados».
Familias enteras se enfrentaron a los grupos armados que controlaban sus vidas. Y cuando cantamos juntos el himno nacional, la soberanía regresó en un coro único, frágil y desafiante.
Ese día, el coraje derrotó a la opresión.
Nuestras reuniones se convirtieron en encuentros íntimos de miles de personas.
Nos abrazamos, lloramos, oramos.
Entendimos que nuestra lucha era mucho más que electoral.
Era ética: la lucha por la verdad.
Existencial: la lucha por la vida.
Espiritual: la lucha por el bien.
A menos de un año de las elecciones presidenciales, tuvimos que unir a todas las fuerzas democráticas y restaurar la confianza en el voto. Las primarias se convirtieron en ese momento: un esfuerzo cívico autoorganizado que construyó una red ciudadana nacional como nunca antes se había visto en Venezuela.
El 22 de octubre de 2023, contra todo pronóstico, Venezuela despertó.
La diáspora, un tercio de nuestra nación, reclamó su derecho al voto.
El hijo que se fue emitió su voto junto a la madre que se quedó.
Las filas se extendían por cuadras enteras. La participación fue tan abrumadora que se agotaron las papeletas. Confiamos en la gente, y ellos confiaron en nosotros.
Lo que comenzó como un mecanismo para legitimar el liderazgo se convirtió en el renacimiento de la confianza de una nación en sí misma. Ese día, recibí un mandato: una responsabilidad que trascendía cualquier ambición individual. Me sentí humilde y profundamente consciente del peso que se me había confiado.
Amenazado por esa verdad, el régimen me prohibió postularme a la presidencia. Fue un duro golpe, pero los mandatos pertenecen al pueblo.
Así que nos propusimos encontrar otro candidato que pudiera ocupar mi lugar.
Edmundo González Urrutia dio un paso al frente: un exdiplomático sereno y valiente. El régimen creía que no representaba ninguna amenaza.
Subestimaron la determinación de millones de ciudadanos: una sociedad plural y vibrante que, en toda su diversidad, encontró unidad en un propósito común. Comunidades, partidos políticos, sindicatos, estudiantes y la sociedad civil se unieron y trabajaron como uno solo para que se escuchara la voz de una nación.
Estábamos a tres meses del día de las elecciones y casi nadie sabía su nombre.
Pero los votos no bastaban; teníamos que defenderlos. Durante más de un año, habíamos estado construyendo la infraestructura para hacerlo:
600.000 voluntarios en 30.000 colegios electorales; aplicaciones para escanear códigos QR, plataformas digitales, centros de llamadas para la diáspora. Desplegamos escáneres, antenas Starlink y computadoras portátiles ocultas en camiones de fruta hasta los rincones más remotos de Venezuela. La tecnología se convirtió en una herramienta para la libertad.
Se llevaban a cabo sesiones de entrenamiento secretas al amanecer en trastiendas, cocinas y sótanos de iglesias, utilizando materiales impresos que se trasladaban por toda Venezuela como contrabando.
Finalmente, llegó el día de las elecciones, el 28 de julio de 2024. Antes del amanecer, las filas se extendían por toda la ciudad. Una esperanza silenciosa y temblorosa llenaba el aire. Nuestro seguimiento en vivo mostraba un aumento de la participación en todos los estados y municipios. Y entonces empezaron a llegar las actas electorales —las famosas actas, la prueba sagrada de la voluntad popular—: primero por teléfono, luego por WhatsApp, luego fotografiadas, luego escaneadas y, finalmente, llevadas a mano, en mula, incluso en canoa.
Llegaron de todas partes, una erupción de verdad, porque miles de ciudadanos arriesgaron su libertad para protegerlos.
Ante nuestra aplastante victoria, el régimen emitió una orden desesperada: los soldados debían expulsar a nuestros voluntarios de los centros de votación e impedirles recibir las actas originales a las que legalmente tenían derecho.
Pero los soldados desobedecieron. Edmundo González ganó con el 67% de los votos, en todos los estados, ciudades y pueblos.
Cada una de las actas contaba la misma historia.
En cuestión de horas, se digitalizaron y se publicaron en un sitio web para que todo el mundo pudiera verlos.
La dictadura respondió con el terror.
2.500 personas secuestradas, desaparecidas y torturadas.
Casas marcadas.
Familias enteras tomadas como rehenes.
Sacerdotes, profesores, enfermeras, estudiantes, cualquiera que compartiera un acta de conteo, perseguido.
Se trata de crímenes de lesa humanidad, documentados por las Naciones Unidas. Terrorismo de Estado, desplegado para sepultar la voluntad popular.
Algunos de los más de 220 niños detenidos tras las elecciones fueron electrocutados, golpeados y asfixiados hasta que repitieron la mentira que el régimen necesitaba, incriminándose falsamente de haber sido pagados por mí para protestar. Las mujeres y niñas en prisión están siendo sometidas a esclavitud sexual, obligadas a soportar abusos a cambio de una visita familiar, una comida o la oportunidad de bañarse.
Y aún así, el pueblo venezolano no se rindió.
Durante estos últimos dieciséis meses en la clandestinidad, hemos construido nuevas redes de presión cívica y desobediencia disciplinada, preparando la transición ordenada de Venezuela a la democracia.
Así es como llegamos a este día, un día que lleva el eco de millones de personas que están en el umbral de la libertad.
Este premio tiene un significado profundo; recuerda al mundo que la democracia es esencial para la paz.
Y más que nada, lo que los venezolanos podemos ofrecer al mundo es la lección forjada en este largo y difícil camino: que para tener democracia, debemos estar dispuestos a luchar por la libertad.
Y la libertad es una elección que debe renovarse cada día, medida por nuestra voluntad y nuestro coraje para defenderla.
Por eso, la causa de Venezuela trasciende nuestras fronteras. Un pueblo que elige la libertad contribuye no solo a sí mismo, sino a la humanidad.
Alcanzamos la libertad sólo cuando nos negamos a darnos la espalda a nosotros mismos; cuando enfrentamos la verdad directamente, no importa lo dolorosa que sea; cuando el amor por lo que realmente importa en la vida nos da la fuerza para perseverar y prevalecer.
Solo mediante esa alineación interior, esa integridad vital, alcanzamos nuestro destino. Solo entonces nos convertimos en quienes realmente somos, capaces de vivir una vida digna de ser vivida.
A lo largo de esta marcha hacia la libertad, hemos adquirido profundas certezas del alma, verdades que han dado a nuestras vidas un significado más profundo y nos han preparado para construir un gran futuro en paz.
Por lo tanto, la paz es en última instancia un acto de amor.
Este amor ya ha puesto en marcha nuestro futuro.
Venezuela volverá a respirar.
Abriremos las puertas de las prisiones y veremos a miles de personas que fueron detenidas injustamente salir al cálido sol, abrazadas finalmente por quienes nunca dejaron de luchar por ellos.
Veremos a las abuelas sentar a los niños en sus regazos para contarles historias no de antepasados lejanos, sino del coraje de sus propios padres.
Veremos a nuestros estudiantes debatir ideas con pasión y sin miedo, y sus voces alzándose finalmente con libertad.
Nos abrazaremos de nuevo. Nos volveremos a enamorar. Escucharemos nuestras calles llenarse de risas y música.
Todas las alegrías sencillas que el mundo da por sentadas serán nuestras.
Queridos venezolanos, el mundo se ha maravillado con lo que hemos logrado. Y pronto presenciará uno de los momentos más conmovedores de nuestro tiempo: el regreso de nuestros seres queridos a casa. Y volveré al puente Simón Bolívar, donde una vez lloré entre los miles que se marchaban, para darles la bienvenida a la vida luminosa que nos espera.
Porque al final nuestro viaje hacia la libertad siempre ha vivido dentro de nosotros.
Estamos volviendo a nosotros mismos. Estamos volviendo a casa.
Permítanme honrar a los héroes de este viaje:
Nuestros presos políticos, los perseguidos, sus familias y todos los que defienden los derechos humanos; aquellos que nos abrigaron, nos alimentaron y arriesgaron todo para protegernos; los periodistas que se negaron al silencio, los artistas que llevaron nuestra voz; mi excepcional equipo, mis mentores, mis compañeros activistas políticos y sociales; los líderes de todo el mundo que se unieron y defendieron nuestra causa; mis tres hijos, mi adorado padre, mi madre, mis tres hermanas, mi valiente y amoroso esposo, quienes me han apoyado a lo largo de mi vida; y sobre todo, los millones de venezolanos anónimos que arriesgaron sus hogares, sus familias y sus vidas por amor.
A ellos pertenece este honor.
A ellos les pertenece este día.
A ellos les pertenece el futuro.
Gracias.
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Con información de nobelprize.org y Sputnik.

